Corría el año 1979, como se dice en las fábulas y, en aquel año, el destino, o una hada buena nos hice dos dones, tanto más inesperados cuanto más destinados en convertirse en joyas de gran valor de la nuestra vida en los años sucesivos.
Por la tarde de jueves 25 de julio Fulvio había encontrado afuera la puerta de la fábrica en la cual trabajaba, una perrita cachorra callejera, echa un palillo, al límite de sus fuerzas, con los ojos enrojecidos y dolientes, y nada menos uno casi desorbitado. Era blanca con una mancha y la oreja derecha marrón; parecía mucho a Rosa, la nuestra hija pelusilla, como la llamábamos y que era el nuestro mundo de amor. Rosa era toda blanca y tenía una V perfecta marrón que se departía desde el centro de la frente y llegaba hasta la mitad de ambas las orejas. Fulvio, aquel día, no habría tenido para nada que ser al taller, porque él trabajaba como técnico en aquella empresa con un contrato part-time de tres días para semana el lunes el martes y el miércoles y nada menos aquel miércoles habría tenido que iniciar su periodo de vacaciones; pero el jueves se había ido para recuperar un permiso del lunes anterior. Le dijo: “espérame aquí, cuando terminaré mi trabajo te tomaré y te llevaré a mi casa”. La perrita lo había entendido perfectamente; para más horas se había quedado tumbada en el mismo lugar, hasta que Fulvio volvió para cogerla.
A su regreso a la casa, aún antes de sacarla del coche, Fulvio me había contado toda la historia, y ante todo de la gran piedad que había sentido por aquel ser pobrecillo abandonado y doliente que se había hecho encontrar por él. Rosa la había husmeada con desconfianza, pero no de manera hostil. Me precipité en explicarle que la recién llegada se quedaría con nosotros no más que pocos días hasta que una nueva familia la habría adoptada y que por lo tanto ella tendría mostrarse dispuesta y generosa durante el tiempo que se habría permanecida en nuestra casa. Para tener la posibilidad de llamarla tuviera que tener un nombre. Yo en aquel entonces leía el libro “La casa de los espíritus” por Isabel Allende, así que la llamamos ALBA, como el último de los personajes femeninos de aquella saga familiar e histórica; mientras ROSA, para fugaz que había sido su figura en la novela, era el primero.
Trascurrieron algunos días en los cuales Rosa era muy suya, mantenía la debida distancia, ignorando a la nueva llegada, o levantando levemente los labios, poco a poco le había consentido de permanecer vecino a ella, hacer las mismas cosas; se empezaba verles en pareja. Por otra parte Rosa se había nacido leader, tenía nueve años, era la hija única por excelencia, se consideraba superior que cualquier, también a ciertos seres humanos, para no hablar de los otros perros, que ella tampoco aguantaba, a menos que no fuesen completamente sometidos por ella. Alba, sea porque era aún cachorra, sea porque es modesta y sumisa de naturaleza, se había rápidamente sometida, así que Rosa dentro de pocos días la había aceptada y querida, por lo tanto no fue necesario encontrar otra familia para ella. Entretanto Alba era entrada en celo; el veterinario dijo que la cachorra tenía, en agosto, más o menos ocho meses, así que nosotros la hicimos nacer hipotéticamente el 25 diciembre 1988 y de entonces, Alba celebra su cumpleaños con el niño Jesús.
A los primeros de septiembre, después de meses de bochorno y sequía, había llegado de repente de los Balcanes una perturbación con viento frío y lluvia torrencial. Era el día 6; Fulvio se encontraba al trabajo, mi mamá Edvige en su habitación, yo estaba a la cama porque me encontraba mal, con Rosa y Alba dormidas sobre mis pies. De improviso aguzaron las orejas se miraron fijo por un rato, luego saltaron de la cama y bajaron la escalera a la carrera ladrando como locas, querrían salir, pero la puerta estaba cerrada, entonces volvieron a mi cuarto, siempre ladrando; eran muy muy agitadas, querrían que bajase para abrirle la puerta. En este punto yo también tomada por cierta ansia había salido en el corral para averiguar lo que las había alarmadas de tal manera y lo que eran intencionadas hacer. Habían cruzado el camino a la carrera, para pararse en seco en un olivar frente nuestra casa delante un intricado montón de poda y oleaban, gañían, excavaban frenéticamente para alcanzar algo. Las había seguidas y, con mucha fatiga, había alcanzado abrirme un paso entre las ramas, tanto de hacer pasar la mano y así había sacado un gatito recién nacido gélido, esquelético, hecho una sopa que, probablemente hasta pocos menudos antes había emitido maullidos desesperados, que fueran percibidos por las perritas. “Es muerto”, me había dicho; lo cogí en las manos, intentando calentarlo; después en la duda, tuve la inspiración de envolverlo en un saco de papel vacío y de apoyar el paquete en el carro del motocultor en la cochera y había regresado a la casa con las perritas las que habían observado atentamente todos mis movimientos con aquel puñetazo de pelo frío y mojado de lluvia, en la tentativa de reanimarlo, ¡quién sabe, si habíamos llegando en tiempo útil!
Hacia la noche había encendido la chimenea en la cocina; mi mamá era atareadísima en mantenerlo vivo quemando la poda de los olivos, cajas y cajas de follaje y de ramitos que se quemaban como paja, pero hacen flamas altas, olorosas, así crepitantes y vitales, que calientan el corazón más allá que los huesos.
Cuando Fulvio regresó de su trabajo, le conté lo que había ocurrido en la tarde; se fue a tomar el “paquete” en la cochera, lo desenvolvió, pero el gatito estaba siempre mudo, helado y con los ojitos cerrados; en verdad no acabábamos entender si fuese muerto o vivo: Entonces lo metió en el bolsillo de su camisa y, unas horas después, sintió unas uñitas que le picaban la piel, prácticamente sobre el corazón; “Es vivo, es vivo”; estábamos todos felices, incluso a mi mamá que no era propio una amante de los animales, las perritas brincadas en las sillas, muy excitadas, ladraban, gañían, se colaban con el morro, querrían tomarlo, chuparlo… Nos había tomado una grande alegría y una grande euforia que nos intercambiábamos recíprocamente. Lo envolvimos en un paño de lana y puesto en una cuna improvisada en el sombrero de vaquero que Fulvio se ponía cuando trabajaba al campo por protegerse por el sol y la intemperie. Llamado al teléfono el veterinario me había aconsejado nutrirlo con una mezcla de leche bovino, clara de huevo y miel, con una jeringa como biberón. En un lapso de dos o tres días el michino se había avivado y salía del sombrero; con nuestra gran sorpresa, además, Alba lo había tomado en boca y lo había llevado a su caseta, adonde trascurría horas y horas en chuparlo, como si fuese ella su mamá. No teníamos experiencia con gatos y solamente uno días después nos parecía entender que fuese hembra y tendríamos que darle un nombre. Rosa había heredado su nombre por mí, el mi segundo, que a mi vez había heredado por mi abuela por parte de padre; para mantener esta tradición de genealogía familiar femenina, el nombre escogido para ella fue ORTENCIA, como la abuela por parte de madre por Fulvio.
Crecía a ojos vistas, era una michina macarela gris guapísima con matices y dibujos del pelo perfectos. Era deliciosa; “eres la alegría de la casa”, le decía de continuo, y lo he repetido para todos los unce años de su vida. “Hija gata”, “único bien de nuestra vida de gato”, han sido las palabras de nuestro ritual de amor y de correspondencia profunda. Las perritas la amaban y ella las seguía paso tras paso entre casa, en el campo; cazaban los ratoncitos todas tres juntas y se entendían perfectamente en el repartirse las tareas y las posiciones: En su rol de madre adoptiva, Alba tenía la leche a las mamas; particularmente en el sueño eran inseparables, abrazadas en la camita. Estos habían sido quizás los últimos momentos alegres de aquel periodo para nuestra familia, porque ya del mes siguiente, acontecimientos de sufrimiento y dolor nos habrían envuelto en sus anillos.
Unos meses después me golpeó una bronconeumonía seguida por varias complicaciones. Rosa Alba y Ortencia trascurrían día y noche en la cama a mis pies; me dejaban solo pocos menudos para sus necesidades y para comer. Estaba muy fatal, no acababa retomar las fuerzas, rechazaba la comida. Un día Fulvio, exasperado en verme así débil y, a pesar de los pesares, renunciante, me había reprendido duramente, para sacudirme un poco y yo, muy afligida de mi condición sea para mí que para él, rompí a llorar a lágrima viva. Ortencia, echada en la cama, de golpe salió por la ventana por la cual cruzando los techos y bajando una grande morera delante la puerta de casa, y esta fue siempre su camino -día y noche, verano e invierno- para toda su vida en los Abruzos. 10 menudos después la micha regresó, y sobre mi almohada de su boca había dejado caer un ratoncito apenas aturdido y maullaba, maullaba con mucha intensidad sobre mi cara. “Quita de encima esta porquería” le había contestado en un primer momento y así ella había bajado al antecama y se lo había comido. Este gesto había sido una revelación para mí porque me hizo entender que la gata entendía las palabras en su significado y que era dispuesta en tomarse cuidado de mí, procurándome la comida, como yo lo había hecho para ella. Acuerdo de haber sentido un fuerte sentimiento conmovedor que había actuado como una sacudida que había roto el bloqueo, el estancamiento de mi energía vital que de aquel momento había recomenzado en fluir de la manera justa, así que me fue posible empezar la verdadera convalecencia.
Rosa, en octubre de 1990, se puso enferma gravemente y no obstante todos los cuidados y los veterinarios a los cuales la habíamos llevada, en la noche entre el 16 y 17 de enero 1991 se expiró en los brazos de Fulvio. Suya agonía consciente duraba ya muchos días, también si en la última semana unos momentos de mejoramiento habían encendido en nosotros unas esperanzas. Erábamos angustiadísimos; aquellos eran también los días anteriores el estallido de la Guerra del golfo, así que parecía que todo nos caía por encima, un vivido de apocalipsis. Jamás como, en aquello momentos, hemos experimentado una simbiosis entre nuestro dolor personal, íntimo, y el dolor más grande de millones de personas y animales y de la Tierra misma que eran inmolados en sacrificio a los dioses de la muerte. Rosa exhaló su último respiro a las 0,40 de 17 enero 1991, en el preciso instante en el cual caía la primera bomba sobre Baghdad. Había apenas cumplido 11 años.
Nuestro dolor era inmenso, pero nos hacíamos fuerza recíprocamente; Alba en cambio, no reaccionaba, parecía que se dejase morir, la desaparición de Rosa, que había sido su madre y su maestra, había sido por ella un golpe demasiado grande de entender y soportar. Ortencia, ya adulta vivía su vida de gato, independiente y libre, así que ella se había quedado sola y sin voluntad por vivir. A su primero celo en junio, la habíamos dada en esposa a un perrito negro Dick porque se hiciese mamá, pariese a los cachorros y se reconciliase con la vida y, ya que uno los habríamos tenido nosotros -una hembra- habría tenido de nuevo compañía. Exactamente una semana después el matrimonio, un cachorro de pastor de los Abruzos que tenía tres meses de edad, callejero y hembra -para variar- hambriento, muy hambriento, cubierto de llagas, se había instalado en nuestro patio. Nosotros, como de costumbre, nos habíamos apiadado: le dábamos de comer y le cuidábamos, buscábamos también hacerla adoptar por una persona apenas apenas decente que no la tuviese de por vida atada a dos metros de cadena. Nadie la había querida y así permaneció con nosotros: es AURORA, la “pastorotta”. Alba se parió por la madrugada del 8 de agosto, en el salón equipado a nursery y con Fulvio como obstétrico, cuatro cachorros, todos negros igual que el padre, tres varones y una hembra predestinada: a primera vista, me vino a la cabeza el nombre ISIDE. Los varones fueron de pronto bien adoptados y nuestra familia comprendía las tres perritas y la gata, la cual pero vivía de manera autónoma.
En el marzo 1994 regresamos a Lombardía en mi ciudad natal porque allí a Fulvio le hicieron una tentadora oferta de empleo. En aquel entonces este cambio de vida nos parecía transitorio, solamente para el periodo de tiempo -dos años- que faltaban a Fulvio para la jubilación, así que no habíamos abandonado del todo el Abruzo pero volvíamos cada mes para una semana, sea para razones familiares, sea para no descuidar completamente la nuestra pequeña parcela de tierra cultivada con el método biodinámica. ¡Naturalmente, toda la tribu, Alba, Aurora, Iside y Ortencia se fue a vivir en la ciudad con nosotros y … no es necesario decirlo … ha sido una vida dura, muy dura para todos, adecuarse a vivir en un pequeño piso a la 6ª planta, sobre todo para ellas que habían nacido a crecidas en el campo del todo libres!
Ortencia pero no había aceptado este cambio que le había literalmente trastornado la vida. El mes siguiente al momento de regresar a Sesto San Giovanni no se hizo encontrar; la buscamos de por todo, llamada, esperada durante dos días, luego tuvimos que ponernos en viaje sin ella, convencidos que la habríamos encontrada el mes siguiente, mas no ha sido así. Para tres meses, la gata no había dado señales de vida. un día de agosto, en el cual la melancolía me turbaba más que de costumbre al pensamiento de que hubiese acabado mal, con las lágrimas a los ojos la había evocada telepáticamente y, unos días después me fui, sin ninguna razón particular, en una zona del campo, próxima un seto de confín, adonde jamás me iba. De inmediato oí un maullido de llamada, que reconocí sin la mínima duda; “Ortencia…” Se había acercada a la carrera, se hizo llevar en brazo hasta la casa. Nos había parecido incluso vivir en la realidad la parábola evangélica del hijo pródigo, ¡hicimos grande fiesta con las perritas que la morreaban sin pausas! La gata no había sufrido en aquellos tres meses; era en carnes; el pelo tupido y brillante: no había regresado por hambre, sino por amor… Había elegido compartir la vida de la familia y renunciar su propia libertad. En los numerosos viajes de los años siguientes hasta el agosto de 2000, que fue el último, jamás nos causó problemas.
Ortencia, ya de septiembre había empezado manifestar unas extrañezas de comportamiento, tanto que nosotros, bromeando, nos preguntábamos si no le fuese aparecida la virgen de los gatos, mas, hasta que había comido regularmente, no habíamos pensado que fuese enferma, mas, más bien que le fatigase ambientarse en el piso, después de meses trascurridos en el campo, viviendo libre según su naturaleza. Cuando las extrañezas se habían hecho síntomas pero, la llevamos al veterinario, el cual le diagnosticó una insuficiencia renal en estadio muy avanzado.
Por un mes, poco más había comido exclusivamente cierto tipo de alimento dietético apropiado para esta patología, desde el principio con avidez, parecía que hiciera todo lo posible para mejorar su condición, para sanarse y, por unas semanas nos hubiéramos ilusos de que todo volviese a la normalidad. El colapso pasó de manera repentina y inesperada: propiamente de la noche a la mañana había dejado beber, de comer y empezado echar espumarajos de baba y sangre por la boca. El veterinario nos había advertidos de que cuando sería llegada a este estadio, la única solución posible era hacerla morir con una inyección, por evitarle a la pobrecita inútiles sufrimientos.
Nosotros teníamos las ideas confusas, erábamos oprimidos por un grande dolor; pero habiendo teorizado siempre contra el ensañamiento terapéutico también por los seres humanos, nos pareció, aquel punto, que dar una muerte dulce a la gata fuese la cosa más justa que hacer. La mañana en que el hecho tenía que ocurrir, Ortencia, que había trascurrido muda y casi inmóvil unos días, había encontrado, aún agotada, la fuerza para levantarse sobre las patillas, maullando para un largo rato y sus ojos se fijaron en mi cara con intensidad. Había sentido un golpe al corazón: la gata me decía que no querría morir, sino que querría vivir cuantos más días u horas posibles con nosotros, no querría dejarnos. La llevamos prontamente a otro veterinario, que no nos dio ninguna esperanza, pero compartí con nosotros la voluntad de curarla, sea también con paliativos, hasta el final. Una decena de días aún la tuvimos en vida con el gotero y, no solamente, yo trascurría horas y horas con mis manos sobre su cuerpecito para transfundirle energía vital, como cuando, al inicio de su vida la había traído por el enredo de ramas y la había calentada aquel poco que le fue suficiente para sustraerla a la muerte. No me hacía ilusiones, ciertamente, sin embargo rogaba demasiado porque, en mi intento, la plegaria fuese un vehículo de amor para llevar Ortencia en el otro mundo, al paraíso de los gatos, si ay, el más dulcemente posible. Parecía que viviese por una energía sobrenatural; combatía valientemente para sustraerse a la muerte aun solamente para pocas horas y nosotros las ayudábamos y les hablábamos, siempre, buscaba la manera para contestar y hacernos entender lo que ocurría cerca de ella y para ella. Se ha expirado viernes 15 de diciembre 2000 a las 12.30, después un maullido prolongado increíblemente lleno de fuerza; había esperado la vuelta de Fulvio con las perritas de regreso del diario paseo; así de haber aún toda familia reunida en torno a ella como por el evento existencial del inicio de su historia, su renacimiento, en el septiembre 1989. la enterramos en un terreno inculto cerca de un parque, entre los arboles: cada semana vamos a donde Ortencia con Alba, Aurora y Iside que, sobre la tumba husmean, rascan la tierra con sus patitas, hacen pipí al rededor como don de sus olores a la queridísima hermanita gata y luego ¡hala! a correr y a sus excavaciones.
ONOR a ORTENCIA que fue grande combatiente por la VIDA; GRACIAS a ORTENCIA para el AMOR que nos ha dado y para la experiencia que nos hizo vivir de COMPRENSIÓN y de COMPASIÓN por todo el mundo de los animales, estos nuestros HERMANOS MENORES, a los cuales mucho debemos. Frente a la ineluctabilidad de la muerte biológica, esta vez, juntos, no conseguimos; mas, en la energía, la partida no es perdida: si el amor es la esencia de la fuerza de cohesión, Ortencia no se disolverá, hasta que nosotros la tendremos en nuestro corazón y en nuestro afectuoso recuerdo.
Ahora es EL ESPIRITU DE LA GUARDA de la casa.
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