En un primer momento puede sorprender que este blog, que ha tenido la suya más vasta difusión y la mayor apreciación por haber llevado a el conocimiento de los cultores del argumento la figura y la obra de Salvador Freixedo y del suyo “Defendámonos de los dioses” por primera vez en Italia, proponga hoy la elaboración personal de un texto como “El abandono a la providencia divina” de Jean-Pierre de Caussade, un jesuita francés vivido en el 1600. (ED. Adelphi, 1989) en el espíritu del Adviento.
Creo en cambio que, en este tiempo de disolución en el cual “los muertos entierren a sus muertos” (Mateo: 8,23), sea más que nunca necesario cultivar la consciencia de la nuestra naturaleza multidimensional, por no sucumbir a la deshumanización que los “dioses” parece tengan en programa para nosotros “animales de forma humana”. No solo cuerpo físico y psique, dominados y manipulados por el Poder visible y invisible, más bien consciencia espiritual que nos dé la dignidad de ser, a lleno título, participes del devenir cósmico.
Este pequeño libro verde ha sido fundamental en mi camino, como fuese un diploma conseguido después años de estudio. Lo había entrevisto, hace unos años, no me acuerdo bien, en un tenderete de un mercadillo de segunda mano en una pequeña cuidad de la Briancia que, entre las muchas mercancías, exponía unos libros de contenido religioso: historia de la Iglesia, de los Santos, de los Papas, todos de la más estrecha ortodoxia católica.
A mí estos argumentos no me interesaban para nada porque tenía 22 años cuando abjuré a la religión católica y de entonces me había sido absolutamente neutral, por no decir indiferente, con respecto a la suya existencia en el bien y en el mal; no había jamás sentido rencores, recriminaciones, reflexiones o criticas, sin embargo la había excluida de mi vida. Ocurrió a causa de una experiencia muy traumática, lacerante, profundamente humillante y injusta que me había sido acarreada voluntariamente por un alto prelado “entregado a su trabajo”, solamente por exaltar a sí mismo y su poder. De un golpe se había desvelado el misterio y yo había tenido frente a mí una verdad que, de ferviente practicante, tampoco habría podido imaginar.
Había vivido de manera muy dramática este asunto que había sido la causa desencadenante de mi búsqueda espiritual de toda una vida. Los “dioses” o el dios, visto que estamos en el monoteísmo, obviamente, no fue contento de perder un alma devota como la mía, así que puso en campo todas sus facultades, sus potestades, a fin de que, cual ovejita descarriada o arrepentida, volviese al redil. Jamás regresé, mas debo decir que la travesía del desierto, especialmente en los años inmediatamente sucesivos, ha sido muy dolorosa. Y sí porque mi necesitad de Espíritu, de trascendencia, de conexión al divino no solo nunca se habían adormecido; más bien se habían hecho casi una obsesión que había debido contener, metiéndome de cabeza en el vivir mi vida de entonces: las relaciones afectivas, el trabajo, la licenciatura de estudiante trabajador, la actividad política y sindical, lo todo impregnado por frecuentes episodios de enfermedades físicas misteriosas, pero no imaginarias, a las cuales más que un ilustre clínico había debido rendirse.
Tenía más que treinta años cuando por caso me encontré con una señora que me habló de la medicina antropósofica y me dirigió al medico antropósofo que entonces ejercitaba en Milán que, obviamente, me aconsejó unas lecturas de Rudolf Steiner, en seguida me había apasionado, había descubierto la existencia de aquello que Steiner llama “el mundo sobresensible”; sobre todo, por primera vez, tomaba conocimiento de la composición multidimensional de la entidad humana: cuerpo Físico, etérico, astral y yo, o Sí superior y de su estructura real tri-articulada en cuerpo, alma, espíritu; conceptos que habían sido profundizados por Steiner, mas que procedían de Tradiciones gnósticas y de religiones más antiguas.
La procesión que iba por dentro hasta aquel momento en mi alma, había retomado oxigeno y se convertía en fuego vivo; no había entendido todo y de inmediato; no, he tenido necesitad de años y años de subida escalón por escalón no siempre cómodo, a veces precisamente fatigosa, de paradas, de uno resbalones, de muchas adquisiciones y confrontaciones con escuelas de pensamiento más diferentes, de reflexiones y de muchas dudas que, juntos, me han preparado al grande encuentro con el Cátarismo en el 1998, mas aún más grande, esencial diría, a la toma de consciencia del mi Espíritu individual, la infinitesimal parte del Espíritu Universal que me ha dado, en algún modo,una otra consciencia de mí misma, no más como cuerpo físico de materia densa, más bien como forma más refinada sobre niveles energéticos vibracionales superiores.
Escribiendo esta presentación, me doy plenamente cuenta de como mis búsquedas espirituales, sin una intencionalidad razonada, más bien como pura atracción, siempre han ido en una cierta dirección: la búsqueda, o la confirmación del Ser inmaterial, del Átomo-chispa de Espíritu, del Hombre Celeste, del Cristo en sí mismos: el nuestro arquetipo divino, el Padre nuestro que está en los Cielos, que ha originado la nuestra manifestación física, del cual, desdichadamente, hubimos sido rendidos ignavos.
La Iglesia de Roma, en el 8º Concilio Ecuménico de Costantinopla del 869 sancionó, elevándolo a dogma, que el ser humano es constituido de solo cuerpo físico y alma; el Espíritu, el arquetipo divino individual, desde aquel momento, desapareció del conocimiento y de la consciencia humana y, con ello, la conexión con los Espíritus Creadores. Se cerró la vía a través la cual los seres encarnados habrían podido volver a despertar, hacerse conscientes de su verdadera naturaleza, así de poder sustraerse, escapar a las entidades tenebrosas que se hacen llamar “dios”, reintegrándose a el Ser Espiritual que, a la origen, antes de la caída, había sido creado por ser superior a ellos.
Los Cátaros, que hacían referencia a el Cristo Cósmico como Sí espiritual del hombre, las definían e “señor de este mundo”; habían vuelto a proponer el camino y por eso habían sido aniquilados y borrados de la historia por la Iglesia de Roma con la inquisición, creada ad hoc. A todos los pueblos nativos que ha aniquilado, destruido, millones y millones de personas, religiones y culturas en todas partes de la Tierra, con la finalidad de imponer el único dios con su dominio totalizador sobre cuerpos y almas, la Iglesia católica hace unos años ha pedido disculpas; a los Cátaros no, como si no fueran nunca existidos, jamás perseguidos y quemados en la hogueras. Por otro lado, el reconocimiento de la injusticia con respecto a ellos habría tenido el valor del auto-desenmascaramiento.
La Providencia Divina, o voluntad de Dios, protagonista del libro de Caussade, es presentada según las categorías religiosas y el lenguaje místico del autor y del tiempo en el cual él vivió, en una delicadeza literaria cuanto más apreciable, muy bien traducida en la lengua italiana. En cualquier modo la se quiera identificar, esta Energía “otra” que penetra en el ser humano, soslayando la mente, es así potente de meter en movimiento comportamientos y finalidades, cambios de vida inimaginables, negados o considerados imposibles con respecto a la valoración que cada uno tiene de sí y de la vida que está conduciendo.
Para siempre ha sido así; los grandes acontecimientos, las grandes decisiones que han tenido un peso determinante, más bien creador del mi vivir en esta encarnación, han sido por lo todo imprevistos, indeseados, nunca supuestos, siempre cayeron como una bomba, o nada menos de golpes de cabeza, inexplicables por una personalidad racional como la mía, sea positivos que negativos, y que cada vez me han empujada a los necesarios cambios. Yo misma, sin embargo, en el curso de los años, no había sido, siempre muy convencida de haber hecho las cosas justas y un hilo de inquietud y de melancolía, sea todavía leve, siempre lo he tenido al lado.
Aquel día la Providencia Divina había querido que yo la encontrase y la reconociese en la mía vida y me había constreñido, de alguna manera, a cumplir su voluntad. Del libro había leído solo el titulo, tampoco tocado, la literatura católica era letra muerta para mí. A la vuelta pero me había tomado una especie de afán, improviso y inexplicable, de tener aquel librecito verde, tanto que había regresado al mercadillo con ansiedad, esperando que entretanto nadie lo hubiese comprado.
Estaba aún allí, me esperaba, porque era precisamente el mensaje para mí; lo había leído de una tirada con grande emoción porque, más que un libro, era un espejo que reflexionaba mi historia, haciéndola comprensible a mí misma también, iluminando los rincones más extremos y más borrosos. Me había dado todas las respuestas, todas las confirmaciones, más de todas lecturas, más de cualquier psicoanálisis. Teurgicamente el plomo se había transmutado en oro; el sentimiento de inadecuación, de irrealización, de escasa confianza en mí misma que había sido como una pequeña espina clavada en mi psique, había encontrado una suya razón de ser de naturaleza superior, casi una bendición, a fin de que no me dispersase en la vías del mundo, mas continuase mi marcha en el camino trazado para mí. Había aceptado sin reservas los altos y los bajos de mi vida, las victorias y las derrotas, en la consciencia que todo hubiese tenido un sentido que iba más allá de la cotidianidad o de la pura corporeidad; de entonces una sensación de paz ha colmado mi corazón, y la alegría, o sea la tranquilidad del alma, ha sanado la pequeña herida dejada por la espina ya disuelta.
La Divina Providencia de la religión cristiana es, en el Taoísmo el TAO, la Vía, el Orden cósmico del Universo; es el Principio primo y absoluto, sacro y inmutable que se manifiesta en el Universo, en la Naturaleza, y en cada ser creado, a través el TÍ, o sea la acción, el cumplimiento a fin de que cada cosa vuelva a entrar en el equilibrio cósmico.
El ser humano, si quiere evolucionar espiritualmente, debe vivir en completa armonía con todo el Universo, si que suya acción se la acción del Universo mismo que fluye en él, sometiéndose a la fuente del Todo. No debe secundar a sus deseos mundanos, más bien atenerse al Wu Wei, o sea al no actuar, al no forzar los eventos con artificios y deformaciones, dejando que se cumplen de manera espontanea y natural, en la simple Vía de la Naturaleza. Acogiendo en sí el TAO y orientando las suyas acciones en armonía con ello, alcanza la salvación individual mediante la paz del espíritu y la salud del cuerpo y, junto al grande Principio Inmanente se hace todo uno con el mundo.
Hay un tiempo, en el cual el alma vive en Dios y uno en el cual es Dios a vivir en el alma y lo que es propio del uno es contrario a el otro. Cuando el alma vive en Dios es protagonista, es activa, enterada en buscar cada medio que considera útil en conducirla a esta unión: prepara ella misma su terreno, sus lecturas, sus razonamientos, sus meditaciones.
Cuando es Dios a vivir en el alma, en cambio, ella no tiene más nada de propio, es silenciosa, es neutra, dependiente de la voluntad desconocida, fortuita, imprevista de Dios, o sea de la pura providencia; espera en paz y sin inquietud de ser asistida y sus ojos miran solamente el cielo.
Las demás, las aspirantes, emprenden una infinidad de cosas para la gloria de Dios; esa alma, en cambio, a menudo está en un rincón de la Tierra como un florero roto, que parece servir a la nada; los hombres la creen inútil y las apariencias parecen confirmar esa opinión, que ella misma tiene de sí. Sin embargo, con recursos secretos y canales desconocidos esta alma difunde una infinidad de gracias sobre personas generalmente desconocidas y que tampoco conocen su existencia.
Todo en ella es eficaz, todo es predicación, todo es testimonio: Dios da a su silencio, a la su quietud, a su olvido, a su desapego, a sus palabras, a sus gestos una virtud misteriosa que opera en las almas a su espaldas y, como ella misma es guiada por las acciones ocasionales de mil criaturas, de las cuales la Gracia se sirve por instruirla sin que ella se dé cuenta, así ella sirve de apoyo y de guía a muchas almas, sin que haya alguna relación explicita directa, ni alguna intencionalidad.
Esta alma es como el Maestro Jesús, del cual emanaba la virtud secreta que sanaba la gente que lo seguía; mas ella no percibe el fluir de esta virtud y tampoco coopera expresamente; es como un bálsamo escondido del cual se perciba el perfume sin verlo, y tampoco conocer su valor de tratamiento.
Nada tiene de excepcional esta alma solitaria, nada de particular; es enteramente calada en el fluir de los acontecimientos ordinarios; de la cotidianidad y lo que puede hacerla distinguir, individuar nunca es perceptible por los sentidos comunes. Siempre está dueña de si misma, habiendo sometido su corazón a la Voluntad Suprema. Acoge lo que se presenta por impulso de la Gracia, poyándose tampoco por un momento sobre reflexiones propias, razonamientos propios, propios esfuerzos y se entera alas cosas por todo el tiempo en el cual Dios la une a ellas, sin dedicarse de propia iniciativa a alguna.
La voluntad de Dios establece cada cosa para ella y hace si que, en un dado momento, se sienta atraída en instruirse de cosas que, en un tiempo sucesivo, la sustentaran en la practica de la virtud. Ella está atraída, en cada momento presente, a cumplir un deber presente, sin saber el porque: es llevada en leer, en escribir, en preguntar, y actuar de cierta manera. Solo comprende que estas atracciones que Dios le da constituyen un fondo, una reserva que, a seguir, se harán herramientas por acoger y cumplir a otras atracciones, al servicio del Bien para sí y para el mundo.
Hay un tiempo en el cual Dios, para el alma, quiere ser la suya misma vida y quiere llevarla él mismo a la perfección de manera secreta y desconocida. Y cuando el alma, después de haber experimentado las múltiples ilusiones de la suyas acciones personales y la locura del mundo y reconoce la inutilidad, descubre que Dios ha escondido y confundido todos los canales por hacerle encontrar la vida en él mismo.
Dios por lo tanto se hace por el alma un manantial de vida no mediante ideas, conocimientos y reflexiones, todas cosas que ya para ella son solo fuente de ilusión, más bien mediante la eficacia real de gracias que se esconden bajo apariencias engañadoras. Ya que el alma no conoce la operación divina, recibe la virtud, la sustancia, la realidad a través de mil diferentes circunstancias en las cuales cree, en cambio, de ver su propia ruina.
Antes el alma, por medio de ideas y conocimientos, consideraba por cuales caminos sería llegada a la perfección; en el su estado actual no es más así; es la perfección que se da a ella, oponiendose a cada idea, a cada conocimiento, a cada percepción: ella se da a través de todas las cruces de la Providencia y las acciones del deber presente.
No pierde su tiempo en buscar a Dios en los libros, en las cuestiones interminables y en las inquietudes interiores; el alma pone a parte los papeles y las disputas y Dios va a verla y se da a ella. No se trata más de buscar el camino que conduce a él. Dios mismo le abre el camino; a mano a mano que procede, lo encuentra trazado y ya batido y no le queda otro que recibir la eternidad divina en el discurrir de las sombras del tiempo.
En el abandono, la única regla es el momento presente, sin pensar a lo que lo ha precedido, ni a lo que seguirá y esta alma se doblega y se adapta a todas formas que Dios propone.
Dios tiene sus proyectos en relación a las almas y bajo velos oscuros, los lleva a la práctica, velos que son la derrotas, las enfermedades del cuerpo, las debilidades espirituales tramite las cuales prepara el actuarse de sus proyectos más altos. El alma de fe procede siempre confiada, vive de alegría, de serenidad, de certeza en todo lo que tiene que hacer e padecer en cada momento, viendo en todo un velo y un camuflaje de Dios que, atrás las sombras, actúa por la suya vida.
El alma se eleva así a una región superior, a una morada espiritual en la cual Dios y su Voluntad crean una eternidad siempre igual, uniforme y inmutable en la cual el increado, el no manifiesto, el indistinto, el inefable la tienen infinitamente lejana de toda determinación de las sombras y de los átomos creados. Los sentidos sienten sus agitaciones, sus inquietudes y cien metamorfosis; Dios y la suya voluntad son el objeto eterno que encanta el corazón en el estado de fe y que, en aquello de la gloria, constituirá la verdadera felicidad que influirá sobre todo el elemento material presa del dolor.
La pura fe es una unidad mística que comprende la trilogía de las virtudes teologales: fe, esperanza y caridad y Dios puede mezclar las mismas en una variedad infinita, así que cada alma reciba este empuje precioso con algún carácter particular y todas, puedan encontrar el reino de Dios y participar de su grandeza y a la excelencia de sus beneficios. Cristo las llama a todas, no aleja a ninguna de la perfección suprema; quiere que todas sean sometidas a la Voluntad del su Padre Celeste y que concurran en formar el su Cuerpo Místico.
La acción divina no responde a las capacidades practicas, que pueden también ser inadecuadas o ilusorias, del alma sencilla y santa, mas a la pureza de sus intenciones, a la suya rectitud. La guía y la sostiene en todos sus momentos de desconcierto; la acerca a la meta cuando ella se aleja, la pone sobre su camino cuando lo abandona; siempre la ayuda cuando el esfuerzo y la actividad de las facultades ciegas le hacen extraviar el buen camino; le hace sentir cuando ella deba poner aparte las propias facultades para contar solo sobre la mano divina y abandonarse totalmente a su guía infalible.
Los errores en los cuales caen las almas de buena voluntad se resuelven por lo tanto en el abandono y jamás un corazón bueno puede ser cogido desprevenido, porque está escrito que “todo coopera para tu bien”. Los errores de estas almas son debidos solo a fragilidad y casi imperceptibles: el amor de Dios sabe siempre dirigirlos al beneficio de ellas. Mediante sugerencias secretas, hace ellas entender lo que ellas deben decir o hacer según las circunstancias. Tales sugerencias son como resplandores de la inteligencia divina, ya que esta les acompaña en todos actos y las saca de todas dificultades en las cuales se van a encontrar a causa de su sencillez.
Un corazón puro y la buena voluntad son el fundamento único de todos los estados espirituales; un corazón bien dispuesto es un corazón en el cual se encuentra a Dios, es su reino y, en el compuesto material y espiritual, cual es el ser humano,el corazón cual eco de la divina voluntad guía y orienta todas las otras facultades.
No todas las almas, eso es verdad, pueden aspirar a los mismos estados sublimes, a los mismos dones y a los mismos grados de excelencia: mas si todas, fieles a la gracia, respondiesen, cada una en los límites de sus posibilidades, todas habrían beneficio en cuanto cada una tiene su Gracia especifica que es una recompensa en el serse conformada a el estado en el cual la Providencia la ha puesta.
Con Dios más parece que perder, más se gana; más Él nos quita de natural, más nos da de sobrenatural. Las almas, que se han totalmente sometidas a su acción, deben por lo tanto interpretar siempre cada cosa favorablemente. El alma, verdaderamente animada por el espíritu de Dios, no muestra alguna solicitud, y tanto menos presunción a ser guía de otras y, cuando es llamada, responde siempre con una cierta reticencia. Solamente pocas almas, que se encuentran en su mismo estado, la aprueban y Dios, el cual se sirve de los hombres por instruir a los hombres, infunde en ella verdades inexpresádas que constituyen el manantial de conocimiento y sabiduría a las cuales obtener.
La acción de Dios enmascarada le revela los suyos proyectos no por medio de ideas, mas de instintos. Ella los manifiesta o por caso, o haciéndola actuar a la ventura, o por necesidad, no permitiendo ella hacer otra elección que la que le se presenta, o por medio de el empleo posible de medios necesarios, o bien aún inspirando ella activamente atractivo o repulsa para las cosas. Según las reglas ordinarias, este dejarse ir a lo incierto puede ser juzgado como una grave ausencia de virtud. En cambio, en verdad, es este el más alto grado de la virtud, a el cual el alma llega después serse ejercitada a lo largo, ya que representa el estadio máximo, la perfección misma.
La Gracia, no solo nunca puede desviarla; más bien, habiéndose sustituida en el alma a la inteligencia y al discernimiento personales, mediante la pureza de los impulsos escondidos, le restituye el céntuplo de lo que le había quitado. Así pues, no queda en el alma que un abandono pasivo por dejarse guiar sin reflexión, sin modelo, actuando cuando es el momento de actuar, cesando cuando es el momento de cesar, perdiendo cuando es el momento de perder.
Por influjo de las inclinaciones o del abandono, lee o pone a parte los libros; habla con las personas o se calla; escribe o para de hacerlo, jamás sabiendo lo que ocurrirá después y, después de muchas transformaciones el alma, afinada a el extremo, recibe de las alas por despegarse en los cielos, después haber dejado sobre la Tierra una semilla fecunda a perpetuar el su estado en otras almas.
El orden de Dios, el beneplácito de Dios, la voluntad de Dios, la Gracia son una sola y misma cosa la cuya finalidad es la perfección que opera en el alma aún sin que ella la reconozca. Lo que le ocurre en cada momento según el orden de Dios, es lo que hay de más santo, de mejor y de más divino para ella y su ciencia consiste en el reconocer esto orden en el momento presente.
De hecho, lo que representaba el mejor en el momento transcurrido, ahora no lo es más porque es destituido por la voluntad divina, la cual fluye bajo otras apariencias que representan el deber del momento presente y es esto deber, cualquiera apariencia tenga, en ser ahora por el alma cuanto hay de de más santificante. Si la divina voluntad impone en el momento presente el deber de leer, la lectura realiza en el fondo del corazón la finalidad misteriosa; si la divina voluntad impone dejar la lectura por un deber de contemplación actual, será esto deber a realizar en el fondo del corazón el hombre nuevo y la lectura se haría entonces peligrosa y inútil.
El orden de Dios es la plenitud de todos nuestros momentos; ello fluye bajo mil apariencias distintas que, se hacen momento por momento, el nuestro deber presente, forman, hacen crecer y perfeccionan en nosotros el hombre nuevo hasta la plenitud que la divina Sapiencia ha dispuesto para nosotros. Es la voluntad de Dios que da a las cosas, cuales ellas sean, la capacidad de formar a Jesús Cristo en el fondo de nuestro corazones: a esa voluntad no se debe poner limites, ya que es la perfección del corazón, no la de la mente, la finalidad de la Gracia.
Esta divina Voluntad se une a nuestras almas en mil meras distintas y la que nos atribuye es la mejor para nosotros. Dejamos a Dios el cuidado de nuestra santidad; Él conoce los medios: ellos dependen todos de una protección y de una operación determinada por la suya Providencia y actúan habitualmente a nuestras espaldas y mediante lo que más temimos y que menos nos esperamos.
La doctrina del puro amor se da solamente tramite la acción de Dios y no por un esfuerzo intelectual: Dios instruye a el corazón no mediante ideas, mas mediante sufrimientos y adversidades, así que solamente pasando por peripecias continuas y por una larga serie de mortificaciones de todo tipo, de inclinaciones y afecciones particulares, hasta el punto en el cual la creación no sea más nada y Dios sea lo todo, la nuestra alma se fije establemente en el puro amor.
Dios confunde nuestro proyectos, cuando queremos actuar con la nuestra personalidad humana por alcanzar una meta de devoción y de perfección y hace si que nosotros se encuentre en cada cosa solamente confusión, turbación, vacío, locura, tanto que el alma nuestra se quede totalmente vacía de inclinaciones propias, de movimientos propios, de elecciones propias: un sujeto muerto y abandonado en una indiferencia universal. El corazón que vive en Dios es muerto a todo y el demás es muerto para él. Es deber de Dios, que da la vida a todas las cosas, vivificar el alma en respecto de la creación y la creación en respecto del alma. Más el alma se abandona, se abstrae, se separa da todo lo que ocurre en ella, más esta obra se perfecciona.
¿Cual es, por lo tanto, esto deber que, por nuestra parte, constituye toda la esencia de nuestra perfección? Hay de dos especies: un deber general que Dios impone a todos los hombres y de los deberes particulares que Él prescribe a cada uno de ellos y por medio de los cuales asigna a cada uno una diferente condición, y a cada uno pide de dar solo en la medida de sus capacidades, el que demuestra cuanto Él sea justo. La fidelidad activa en el ser humano significa que debe hacer su parte, siguiendo el camino que le está trazado y Dios hará lo demás.
Por cuanto atañe la atracción y el impulso que invaden fuertemente el alma, ella debe acogerlos sin alguna determinación personal, ni acrecer la percepción interior. El esfuerzo natural es directamente opuesto y contrario a la infusión; esta de hecho, debe ocurrir en la quietud. La voz del Esposo debe reavivar la esposa, la cual debe avanzar solo cuando está animada por el soplo del Espirito Santo. Si se levanta por sola, nunca logrará hacer nada.
El alma que ve la voluntad de Dios en las cosas más ínfimas, en aquellas más penosas y más mortales y que vive de ella, acepta todo con igual alegría, jubilo, respecto; y precisamente a lo que los demás temen y huyen, ella abre las puertas y lo recibe con honor. Encontrar a Dios en las cosas más ínfimas y más comunes precisamente como en las más grandes, significa tener una fe no común, mas grande y afuera del ordinario. Los que se contentan del momento presente aprecian y adoran la Voluntad divina que se manifiesta en todas las cosas que deben hacer o sufrir, ya que cuanto menos es dado a los sentidos, tanto más es dado a el alma.
Si la palabra escrita de Dios es llena de misterio, la su palabra puesta en acto en los acontecimientos del mundo nunca lo es de menos. Ambos estos libros son verdaderamente sellados. Todas las sus palabras, todas la sus obras nunca son, decimos así, que rayos oscuros de esto sol aún más oscuro. Él habla a todos los hombres en general mediante acontecimientos generales; en particular a cada hombre mediante lo que le ocurre momento por momento; mas, en vez de entender en todo eso la voz de Dios, en vez de respetar la oscuridad y el misterio de su palabra, se ve solo la materia, el caso, el humor de los hombres mismos.
Nosotros somos verdaderamente instruidos solamente por las palabras que Dios pronuncia expresamente para nosotros; uno no se hace sabio en la ciencia de Dios ni por medio de libros, ni por medio de curiosas recercas de la historia: esa no es otro que una ciencia inane y confusa que nos llena de vana soberbia. En instruirnos realmente en cambio es aquello que nos ocurre momento por momento; es esto a producir en nosotros aquella ciencia experimental que Jesús Cristo quiso tener antes de iniciar su enseñanza en el mundo aunque, siendo Dios, gracias a la pre-ciencia, conociese todas cosas. Para nosotros, pero, ella es absolutamente necesaria si queremos hablar al corazón de las personas que Dios nos manda.
Nosotros conocimos perfectamente solo lo que la experiencia nos ha enseñado con el sufrimiento y con la acción. En eso consiste la unción del Espíritu Santo que habla al corazón palabras de vida y todo lo que decimos a los otros debe brotar de eso manantial. Dejamos perder lo que es decido a los demás, escuchamos solamente lo que es decido para nosotros y a nosotros: hay bastante por fortificar nuestra fe.
Jesús Cristo nos ha enviado un maestro que nosotros no escuchamos bastante; él habla a todos los corazones y dice a cada uno la palabra de vida, la palabra única,mas no lo se entiende. Queríamos saber lo que dice a los demás y nunca escuchamos lo que dice a nosotros. No tomemos en la justa consideración la esencia sobrenatural de las cosas que la acción divina confiere ellas, la acción inmensa que es en sí siempre la misma y que da el inicio de los siglos y hasta el final de los tiempos, fluye sobre todos los instantes.
No hay átomo que penetre en nosotros y no haga penetrar esta acción divina hasta la médula de nuestros huesos; tanto es así que los humores sutiles que curren en nuestra venas, curren solamente por el movimiento que ella imprime a ellos. Todos los estados físicos son operaciones de la Gracia; todos los nuestros sentimientos, los nuestros pensamientos, cualquiera origen ellos tengan, proceden de esta mano invisible. No hay algún corazón, ni alguna mente creada de la cual podemos aprender lo que esta acción cumplirá en nosotros; lo aprenderemos a mano a mano con la experiencia.
Es esto el Espíritu Universal que fluye en todos los corazones por dar a cada uno de ellos una vida toda particular y se las almas sabiesen concurrir en esta acción, su vida se haría la continuación de las escrituras divinas que seguirían en ser escritas, hasta el fin del mundo, no sobre el papel con tinta, mas directamente en los corazones. De todo eso está lleno el libro de la Vida que, testimonia la verdad de la historia completa de la acción divina de la creación del mundo y hasta el juicio final.
La continuación del Nuevo Testamento ven por lo tanto escrita actualmente con acciones y sufrimientos. Las almas santas han sucedido a los profetas y a los apóstolos no por escribir libros canónicos, mas por continuar la historia de la acción divina en su vida, los cuyos momentos son otras tantas silabas y otras tantas frases a través las cuales esta acción se exprime en el mundo vivo. Los libros que el Espíritu Santo dicta hoy son libros vivos; cada alma santa es un volumen y el escritor celeste actúa una verdadera revelación de la operación interior, manifestándose en todos los corazones y desplegándose en todos momentos.
La acción divina actúa, bajándolas en el tiempo, las ideas de todas las cosas, así como la Sapiencia de Dios las ha concebidas. Cada cosa tiene en Dios la origen del pensamiento creador y la Sapiencia es la sola en conocerla. Es la acción divina que concibe en el Verbo la idea sobre la cual cada uno de nosotros debe ser formado en el modelo más adecuado, a través del sello misterioso que se ha imprimido en nosotros, no en la mente, mas en la del abandonarnos a la guía a través caminos que solamente ella conoce.
Es propio del abandono conducir siempre una vida misteriosa y recibir de Dios sus dones extraordinarios y milagrosos mediante el uso de cosas comunes, naturales, fortuitas, casuales, en el cual no aparece nada otro si no el curso ordinario de los humores del mundo y de los elementos. Por lo tanto las almas santas recogen con cuidado las migas que los incrédulos pisotean; todo es precioso por ellas, todo las enriquece; ellas sienten una indiferencia inexpresable por todas las cosas, sin embargo no descuidan a ninguna, respetando a todas y trayendo de cada una la suya utilidad.
Aquí está el secreto de la Sapiencia divina; empobrecer a los sentidos, enriqueciendo el corazón; el vacío de los unos hace la plenitud del otro y tanto universalmente que, más hay santidad en el fondo, menos aparece a la superficie. El intelecto, con todo lo que de ello depende, quiere tener el primer rango entre los medios divinos; en cambio hay que reducirlo a el último rango, como un esclavo peligroso de el cual el corazón simple, si es capaz de servirse, puede conseguir grandes ventajas, pero puede también perjudicar mucho si no lo se somete.
Cuando el alma anhela a los medios mundanos, la acción divina le dice de el fondo del corazón que ella sola debe bastarle; cuando, en cambio, quiere renunciar del todo a los medios mundanos, le dice que las cosas del mundo son herramientas que no es necesario ni tomar, ni dejar por ellas mismas, más bien que debe conformarse con simplicidad a el orden de Dios en el momento presente, que es su embajador. El impulso de la acción divina, único y infalible, gobierna el alma simple de manera siempre apropiada y esta actúa en cada situación con grande sabiduría; a veces, ella es consciente, otras veces no, siendo movida en decir, hacer, dejar las cosas, por instintos oscuros y por no precisados motivos, considerando que la ocasión o el motivo sean de orden natural: el caso, la necesidad, la conveniencia, pequeñas cosas a los ojos suyos y de los demás.
El alma no tiene necesitad de nadie, y sin embargo tiene necesitad de todos: la acción divina rende todo necesario y todo hay que recibir por las manos de Dios, tomando cada criatura en la suya calidad y en la suya naturaleza, adecuándose a ella según como es. A la Gracia solo corresponde imprimir aquel carácter sobrenatural que singulariza cada persona y se adapta así maravillosamente a la naturaleza de cada uno.
Esto no se aprende en los libros; en cambio, es un verdadero don profético y es el efecto de una revelación íntima; es una enseñanza del Espíritu Santo. Por concebirlo necesita ser en estado de completo abandono, en el destaque más absoluto de cada proyecto, de cada enteres, de cada iniciativa personal, por cuanto santos ellos puedan ser la única cosa que se debe hacer es abandonarse pasivamente a la acción divina, dedicándonos a las obligaciones del propio estado, dejando actuar el Espíritu Santo adentro de nosotros, sin preocuparnos de cuanto Él opere, también contentos de no reconocerlo. Todo cuanto ocurre en el mondo a menudo ocurre solamente por el bien de las almas sometidas a Dios.
La figura del mundo se presenta hecha de oro, de bronce, de hierro y de tierra. El misterio de la iniquidad no es que el confuso amasijo de todas las acciones interiores y exteriores de los hijos de las tinieblas, la bestia salida por el abismo, desde el inicio de los siglos, por hacer la guerra a el hombre interior y espiritual y todo lo ocurrido hasta hoy otro no es que la continuación de esta guerra. Los monstruos se suceden los unos a los otros; el abismo los devora y los vuelve a vomitar exhalando continuamente nuevos vapores.
La lucia iniciada en el cielo entre Lucifer y Santo Miguel aún sigue. El corazón de aquel ángel soberbio y envidioso se ha hecho un abismo inagotable de toda forma de males. Él ha inducido, en cielo algunos ángeles a rebelarse a otros ángeles y desde la creación en adelante, no ha hecho otro que suscitar entre los hombres siempre nuevos malvados que siempre se suceden a los que arrojan. El misterio de la iniquidad es el subversión del orden de Dios, o mejor dicho, el desorden del diablo y este desorden es un misterio porque esconde, bajo bellas apariencias, males irremediables y infinitos.
Todos los impíos que, desde Caín hasta nuestros días, han desolado el universo, han sido en apariencia de los grandes, poderosos príncipes que han gozado en el mundo de una fama inmensa y que los hombres han adorado. Esta engañosa apariencia, pero es un misterio en cuanto ellos son bestias, subidas por el abismo las unas después de las otras por subvertir el orden de Dios;mas también esto orden es un misterio que siempre ha contrapuesto a ellos otros hombres realmente grandes y poderosos los cuales han inferido el golpe mortal a esos monstruos y, cada vez que el infierno ha vomitado de nuevos, el Cielo también ha hecho nacer héroes que los han combatidos. La historia antigua sacra y profana otro no es que la historia de esta guerra.
Es imposible que Dios guíe un alma sin infundirle la certeza de ser en el justo camino i cuanto menos evidente eso le aparece, tanto más grande es aquella certeza. Hay en la acción divina recursos secretos y inesperados, maravillosos i desconocidos para todas necesidades, las dificultades, las ansias para las caídas, los chaparrones, las incertidumbres, las inquietudes, las dudas de las almas que no tienen más confianza en su acción personal.
Las almas que marchan en la luz cantando cánticos de luz; las que marchan en las tinieblas cantando el cántico de las tinieblas; hay que dejar colar el bilis de esas divinas amarguras, aún cuando él embriagase porque el Espíritu que angustia es el solo que pueda consolar; sus aguas aunque diferentes, dimanan por la misma fuente.
En verdad, es precisamente inútil que el hombre se turbe; todo lo que ocurre en él es semejante a un sueño; una sombra sigue y destruye la otra; las quimeras se subsiguen en los que duermen; las unas afligen, las otras alivian; el alma es la diversión de estas apariencias que se devoran recíprocamente y el despertar demuestra la caducidad y la transitoriedad ínsitas en cada una. La acción divina, en cambio, es siempre nueva, jamás vuelve sobre viejos pasos, traza siempre nuevos caminos; las almas que ella guía siempre saben adonde van; sus senderos no están en los libros, ni en sus reflexiones. La acción divina los abre delante y ellas se adentran empujadas por ella.
En este tiempo de la fe, el Espíritu Santo escribe Evangelios solamente en nuestros corazones; todas las acciones, todos los momentos de los santos son el Evangelio de el Espíritu Santo; las almas santas son el papel; los suyos sufrimientos y las suyas acciones son la tinta. El Espíritu Santo, con la pluma de su actuar, escribe un Evangelio vivo que se podrá leer solamente en el día de la gloria cuando, después ser salido por el trapiche de esta vida, al final será publicado.
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